domingo, 12 de diciembre de 2010

Encuentros en una isla imposible - Sabas Martín

PARA LLEGAR A LA ISLA

¿Qué ve un poeta cuando contempla la obra de un pintor? ¿Qué siente tras la interpretación primera, íntima y secreta, de la disposición de las formas, líneas, planos, volúmenes y colores? ¿Qué lo incita a ir más allá, o más adentro, de lo que los ojos perciben, y, así, volver la mirada hacia su propio interior, hacia el hálito de la emoción, la neblina de las sensaciones, el vértigo de las intuiciones entrevistas, adivinadas o sugeridas, para convertirlo en palabras que son más que palabras y ya son para siempre ensoñación del verbo hecho poesía? ¿Qué inasible, misterioso, recóndito cordón umbilical une al poeta con el pintor? ¿Qué sustenta esa doble concordancia, ese diálogo tan parecido a una mutua y correspondida fecundación? ¿Qué suerte de complicidad, azar o exigencia ha hecho que Luis Antonio González Pérez, poeta, y Andrés Delgado, pintor, confluyan en un único territorio de palabras e imágenes, en la geografía privativa de esta Una isla imposible que aquí se presenta?
           
Seguramente, la mejor respuesta a esta concatenación de preguntas que, en suma, es un única pregunta indagando en la esencia que implica recíprocamente arte y literatura, se encuentre en la expresión acuñada por José Ángel Valente cuando afirmó que poesía y pintura, ya desde sus orígenes, han fraguado una sólida alianza en torno a la misma “materia oscura” que ambas comparten. Desde antiguo, los poetas han actuado siempre como los escritores de arte por naturaleza, en tanto que los artistas han deseado ser “leídos”, interpretados por los poetas. No es extraño, pues, que de ese encuentro en los orígenes, Octavio Paz haya dicho que un pintor es alguien que traduce la palabra en imágenes plásticas, y el poeta traduce en palabras las líneas y los colores. Y es que, en definitiva, poetas y artistas plásticos han pugnado -y siguen perpetuando el empeño- por expresar las mismas cosas innombrables: esas que constituyen la “materia oscura” que merodea en torno a lo inefable.

Pero ahondemos un poco más Dejemos por unos instantes que la palabra del crítico de arte refuerce las afirmaciones de los poetas.

En el prólogo del libro-catálogo Espejos del poema publicado en 2004 con ocasión de la muestra de poesía y pintura que conmemoraba el centenario del Ateneo de La Laguna, José Corredor-Matheos escribe:

“Como en todo lo relacionado con la poesía y el arte en general, lo máximo que nos es dado es intentar aproximaciones. Poesía y pintura están unidas por una trama de relaciones muy complejas, difíciles, si no imposibles, de desentrañar. La poesía descubre en el silencio aires, ritmos, que refleja por medio de la palabra. La pintura, en el vacío, que es para ella el silencio, descubre unas sombras coloreadas por la luz. Pero ambas corren paralelas, para acabar uniéndose antes de llegar al infinito, en su intento de acceder a una realidad en último extremo inaccesible.”

Es evidente que esa “realidad inaccesible” de la que habla Corredor-Matheos, semejante a la “materia oscura” de Valente, es la que, en origen y raíz, hermana poesía y pintura. Por momentos, esa evidencia se convierte en convicción fundiendo los límites –o al menos, la apreciación de los límites- entre una y otra disciplina. Eso ha llevado a más de un escritor a contemplarse a sí mismo equiparando su tarea a la labor de los artistas. Así, Mallarmé proclamó: “Yo también soy pintor”; Juan Ramón Jiménez dijo: “Escribir para mí es dibujar, pintar. Me sería imposible escribir en la oscuridad”; y Rafael Alberti se definió en una ocasión como “un pintor chino que caligrafía sus versos”. Son solo unos ejemplos, entre otros cuantos posibles, de esa clara y asumida identificación. Y junto a pintores y poetas integrales, esto es: pintores-pintores y poetas-poetas, ha habido, y sigue habiéndolos, quienes de una y otra forma han cultivado, con mayor o menor proyección, ambas disciplinas. Y aclaro que también, entre los poetas-poetas, aunque sea de manera esporádica o menos relevante, se cuentan quienes han practicado la narrativa y desde ella se han aproximado a la pintura. Piénsese en Goethe, Víctor Hugo, Blake, Michaux, Marinetti, Picabia, Durrell, Sábato o Grass, por recontar algunos pocos nombres a los que podrían añadirse, entre los españoles, especialmente en la estela de las vanguardias, los de Granell, Alberti, Lorca, Aux, Brossa, Maruja Mallo, Perucho, etc, y Juan Ismael, Rafael Arozarena o Manuel Padorno entre los canarios. Todos ellos no hacen sino constatar de forma fehaciente esa significativa y perdurable atracción que arte y literatura, poesía y pintura –que es el caso concreto que nos ocupa- emanan entre -y desde- ellas.

Insistiré ahora en algo de lo que en otro lugar he escrito (véase “De la misma materia oscura: el diálogo entre arte y literatura”, en Signos de la tribu, Ediciones Idea, Canarias, 2007). Corredor-Matheos recordaba que Leonardo Da Vinci afirmaba que el arte es una “cosa mental”. El arquitecto y urbanista italiano La Padula sostiene que es una “cosa loca”. Nuestro Antonio Gamoneda defiende que es una “cosa espiritual”. Y de todos es conocida la definición visionaria de Lautréamont cuando dijo aquello de que el arte es “el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección”. Yo entiendo que estos intentos de aprehender la naturaleza esencial del arte, su condición más íntima, la verdad en que establece su ser, pueden tener un manifiesto paralelismo con la afirmación de Valente de que el reto de la poesía consiste en que debe decir con palabras aquello que no puede decirse con palabras. También pienso en George Steiner, quien asevera a su vez que la poesía no es una manifestación contingente o marginal de la lengua, sino que, despreocupándose de la rutina o claridad comerciales, el poema reúne y despliega las fuerzas de ocultación o de invención que constituyen el núcleo del lenguaje. Por mi parte, mantengo que además de sed de comunicación, fuente de conocimiento y aspiración de revelación, la poesía es nada más y nada menos que un milagro del lenguaje. O dicho de otra manera: el poema no debe querer decir, sino ser. La pintura, el arte, ya sea desde una simiente “mental, loca, espiritual o visionaria”, se hermana con la poesía en su profunda y radical naturaleza de aspirar a ser en sí misma, de cumplirse más allá de los límites de la representación. De ahí la vocación complementaria entre poetas y pintores.
           
Detrás de todo esto resuenan los ecos de Horacio en su Epístola ad Pisones y su ya clásica definición de “Pictura ut poesis”, o lo que es lo mismo: “La pintura es como la poesía”. La máxima horaciana subraya esa misma esencia inagotable que aproxima poesía y pintura y que ha propiciado tantas memorables colaboraciones. No olvidemos que existe una clase de poema denominado “Epictesis”, cultivado desde la Antigüedad Clásica, en el que el poeta ha de plasmar con las palabras el equivalente o paralelo poético de una pintura concreta. Lo practicó Baudelaire y, después de él, Apollinaire, Valèry, Max Jacob, Breton y, entre los españoles, por ejemplo, Cirlot, Hierro y Crespo. Probablemente donde con mayor fuerza se ha manifestado ese encuentro en los orígenes, ese compartir la misma “materia oscura”, la misma “realidad inaccesible” que caracteriza a pintura y poesía, sea en la época del florecimiento de las vanguardias históricas del siglo XX, con los límites entre los géneros fundiéndose y reordenándose a gran velocidad. Toda una extensa nómina de creadores hizo entonces del arte y la palabra poética una común e inagotable presencia, un diálogo floreciente y próspero para un mismo destino feraz que se prolonga en la edad del tiempo.
           
Ese diálogo, esa mutua implicación, muestra una trayectoria paralela. Por un lado, la de la crítica-interpretativa y, por otro, la de la lírica-creativa, si bien es verdad que en muchas ocasiones ambas formas de aproximarse al hecho artístico desde lo literario confunden felizmente sus límites hibridándolos, impregnándose recíprocamente la palabra crítica con el aliento de la poesía pura. En el primer caso, desde Goethe y sus Viajes italianos, hasta John Ashberry o Frank O’hara y la llamada Escuela de Nueva York, los poetas han sido considerados como aquellos que mejor han desempeñado el papel de desveladores de las propuestas encerradas en los universos artísticos, algo que ha hecho que Octavio Paz creyera firmemente que “el poeta es el mejor crítico de arte”, y que, por otra parte, explica la masiva presencia de poetas que actúan como introductores, glosadores o comentaristas en tantos y tantos catálogos de exposiciones. En la segunda vertiente, la lista de colaboraciones entre poetas y pintores en el devenir del tiempo, compartiendo ambos el mismo viaje que reúne poemas y creaciones pictóricas –poemas escritos a partir de cuadros, cuadros pintados a partir de poemas-, sería extensa y prolija. Algunas muestras de ese diálogo doble figuran como hitos indelebles en la historia conjunta del arte y la literatura. Piénsese, sin ir más lejos, en obras célebres de los denominados Libros de Artista –verdaderas joyas bibliográficas, muchas veces exquisitamente editadas con formatos no habituales y tiradas limitadas- como La prosa del Transiberiano, poema visual debido a Sonia Delauney y Blaise Cendrars; o en La mujer de 100 cabezas, novela-collage hecha por Ernst con prólogo de Breton, valorado por algunos como el más bello de todos los poemas surrealistas; o en “los quijotes” ilustrados por Dalí o Antonio Saura. Y, junto a ellos, en el esplendor vanguardista del siglo XX, recordemos por ejemplo las colaboraciones notables, en libros de formato y tiradas asequibles, de René Char, Breton o Mallarmé con Miró, Tanguy o Matisse y Picasso, respectivamente. Y en España: Gamoneda con Picasso y Tàpies; Valente también con Tàpies; o el proyecto inconcluso entre Dalí y Lorca, y otros miembros del 27, con Los putrefactos… La relación, como digo, podría prolongarse hasta la extenuación. Baste solamente con estos ejemplos ilustrativos y con decir que de esa estirpe creadora participa la asociación que muestran Luis Antonio González Pérez y Andrés Delgado en Una isla imposible.   
           

LOS ENCUENTROS

La de González Pérez y Delgado es una complicidad poético-pictórica que viene a sumarse a las singulares y significativas muestras de la alianza entre poesía y pintura contemporáneas en Canarias. Desde el fértil encuentro de Pedro García Cabrera y Jesús Ortiz en Hora punta del hombre y Hacia la libertad, hasta las creaciones vanguardistas de Juan Hidalgo en el grupo Zaj. Desde las sugerencias de líneas y siluetas de Alejandro Togores junto a la poesía de tradición oriental de Mariano Vega, hasta las asociaciones de la palabra de Sánchez Robayna con las imágenes de Vicente Rojo, Ràfols-Casamada, o Tàpies. Desde los poemas de Alberto Pizarro acompañando las obras de José Abad, hasta los de Sergio Domínguez Jaén para creaciones de Jerónimo Maldonado. Desde el trabajo conjunto de Arturo Maccanti y Bellver sobre los volcanes y la isla, hasta mis propias interpretaciones ensayísticas y poéticas de la obra de Luis Alberto Hernández o el mismo Andrés Delgado, entre otros artistas insulares. Y ello sin olvidar el prodigio verbal de Agustín Espinosa intérprete de Oramas en Media hora jugando a los dados en donde el verbo crítico se funde y confunde con la más rica creatividad literaria. Podríamos seguir añadiendo más nombres a esta nómina que refleja el diálogo compartido entre artistas y escritores en Canarias que, además, tiene su prolongación, no ya solo en la pintura, sino igualmente en otras manifestaciones artísticas como la escultura o la fotografía vinculadas a la poesía, la prosa o la prosa poética.
           
Este legado tan fecundo donde poesía y pintura unen sus destinos se prolonga en Una isla imposible, con poemas de Luis Antonio González Pérez y cuadros de Andrés Delgado. Ambos, poeta y pintor, pertenecen a esa diáspora de creadores canarios que, pese a no residir habitualmente en las islas, no pueden sustraerse a su condición de isleños de cepa y casta; como si nunca se hubieran alejado de las fronteras de mar, lava y boscajes que nos circundan configurando la raigambre de nuestra condición, o como si hubiesen buscado en la distancia la mejor y más honda manera de adentrarse en la esencia que identifica la realidad de nuestro ser isleño. Y quizás sea esa la razón que justifica el calificativo de “imposible” del título de su conjunción poético-pictórica. Luis Antonio González Pérez y Andrés Delgado itineran en paralelo por esa “isla imposible” que surge desde el espacio y el tiempo poéticos y pictóricos –etéreos, impalpables, difusos en su propia naturaleza- y que se confronta en la conciencia interior de cada uno de ellos con la estricta definición geográfica, con la imagen de la isla enunciada en diccionarios y delimitada por cartografías. En esa confrontación, la isla renace sobrepasada, desbordada en su concreción física y tangible para quedar sublimada en otra categoría que es de orden mítico. De ahí su “imposibilidad”, su alejamiento de conceptos y estipulaciones racionales. Su esencia y su verdad se alimentan seminalmente de la introversión especuladora, de las secretas indagaciones emocionales y sensitivas. Y, de ahí, de esa isla mítica cuya imagen excede los márgenes y fronteras referidos a la realidad concreta, surge un encuentro que es múltiple y plural: encuentro de encuentros donde confluyen las reverberaciones de la poesía, los destellos de la pintura, la comprensión de quien lee y la mirada del espectador. 
           
Al margen de las complicidades que alientan en la amistad compartida, el impulso germinal que ha alumbrado esta colaboración la hallamos, como en su “Nota” introductoria el propio Luis Antonio explica, en la conmoción, en el estremecimiento interior que suscitó en el poeta la contemplación del cuadro Donde habita el paisaje, 36, integrante de la serie del mismo título del artista güimarero, expuesta en diversas localidades isleñas y fuera de ellas desde 2007. A partir de aquella visión inicial, el poeta escribió un conjunto de nueve poemas al hilo de detalles del cuadro, y en los que, desde su propia y recóndita sensibilidad, desde su más íntima verdad, dialoga con ese lienzo al tiempo que el diálogo poético se convierte en un mecanismo de revelación e íntima introspección. O, dicho en las propias palabras del poeta, ese contrapunto lírico que encierran sus poemas es la expresión de “un estado emocional”, de una suerte de “experiencia vital a través de la palabra y los pinceles”. Pero esa conversación inicial, a su vez, se ha visto incrementada en un segundo diálogo superpuesto. Y es que Andrés Delgado ha creado una quincena de cuadros nuevos con los que re-dialoga con los poemas surgidos a la estela de la obra motriz. Es un diálogo, pues, de ida y vuelta, de suma y complemento, de crear y recrear sobre lo ya hecho, abierto a inéditas y sugerentes perspectivas. El poeta escribe acerca de un cuadro, demorando en algunos de los detalles de lo pintado, y el pintor pinta luego a partir de lo escrito, añadiendo, enriqueciendo, ampliando horizontes y significaciones estéticas. Algo, dicho sea de paso, poco corriente, pues lo habitual es que sea en una única dirección, en una única travesía, la conjugación complementaria entre palabra e imágenes.
           
De los poemas cabe señalar que no son una mera ilustración verbal de la pintura, que no son una simple descripción topográfica, sino que se convierten en el medio o el instrumento del que se vale el poeta para despojarse de las máscaras cotidianas y revelarse y revelar las incertidumbres y encrucijadas de su existir, cumpliéndose a sí mismo en el vuelo de las palabras. De la conciencia de la finitud de ser criatura marcada por la fugacidad del tiempo al vacío que llena las sombras que lo asedian. De las brasas de los desencuentros a los ecos del desamor y los deseos incumplidos. De los gritos silenciosos al peso de las palabras. Del riesgo de la imposible vida en plenitud al naufragio del ser. De todos estos elementos participa y se nutre la escritura poética de Luis Antonio González Pérez. Una escritura colmada de intensidad, de ritmos internos, de una auténtica, veraz y sugestiva esencialidad expresiva. Y una escritura en la que el yo alterna con el nosotros, implicándose la conciencia individual con la percepción del devenir colectivo. Otras veces, el poeta utiliza la segunda persona para dirigirse a un innominado interlocutor reforzando el acento confesional y la intensificación de los climas de pérdida, vacío y extrañamiento. De fondo: la presencia explícita o entrevelada de la Isla, esa Isla que es cifra y resumen de ese espacio “vital y emocional”, señalado por el propio autor, y que late entre el eco de las palabras como una lengua de lava que signa y señala. En sus ascuas, en sus claroscuros, en sus secretas confluencias, ocurre y transcurre el propio poeta.
           
Por su parte, los cuadros de Andrés Delgado muestran una hipnótica fuerza telúrica, una poderosa impregnación de las formas de la tierra, de esa tierra que es, inevitablemente -diríase que inexorablemente-, la Isla. Lejos de la complacencia paisajística naturalista o de las postales turísticas al uso, Andrés Delgado recrea la imagen de su isla, una isla interior que surge de una realidad cierta, de una geografía concreta pero que aparece transfigurada por la evocación de la memoria y el sentimiento. Desde ahí, desde la visión interior de las formas insulares, la pintura de Andrés Delgado se presenta cuajada de virulencia cromática, de texturas, grumos y escamas, pletórica de pinceladas matéricas que se quiebran en planos y volúmenes contra la linealidad del horizonte y que, sin abordar los territorios estrictos de lo abstracto, hacen que la mirada de quien observa descubra inéditas visiones tras la apariencia de lo representado. Los opacos vértigos acantilados, el ígneo incendio de las lavas, las cumbres escarpándose, la cal lenta del mar y sus espejos azules, las arenas nebulosas, las neblinas foscas o algodonosas, son algunos de los componentes que limitan su isla hecha tacto y pintura por la mano que dispone los pinceles desde la rememoración en la distancia y la lejanía, desde esa imagen de luz herida y restallante que es el rastro vivo –y esencializado, sí- de la isla revivida en el recuerdo. Y también, como el poeta, aquí el pintor lleva a cabo un proceso de revelación y despojamiento. Es capaz de aprehender la índole auténtica, la condición originaria sobre la que se establece la insularidad y, arrancándole añadidos retóricos y superfluos, la muestra en puridad. Mostrando así la Isla, la que es su isla verdadera, la que habita en la memoria, de esa forma el pintor se descubre y se nos muestra sin ambages. En la Isla, isla de sí mismo se revela. 
           
Además de su versión en este libro que ahora se edita, Una isla imposible compone una muestra expositiva que tiene su destino itinerante en Leganés (Madrid), en distintas localidades de Gran Canaria y Tenerife, y en Berlín. Quienes asistan a ella, al igual que quienes transiten por este libro, podrán constatar lo que afirma Luis Antonio González Pérez: “El arte es único. El lenguaje, múltiple. Las lecturas, infinitas”. Cierto. Y también que los encuentros entre poesía y pintura son mucho más que una fecunda asociación creativa. El diálogo en que se cumplen pertenece a un nuevo género donde las fronteras se diluyen para potenciarse y sorprendernos con renovados valores expresivos plásticos y de lenguaje. Poesía y pintura, al cabo, reflejándose especularmente en un mismo fulgor: mutuamente iluminándose, mutuamente encontrándose en el alba de las islas posibles donde germina la exigencia creadora.

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